domingo, 19 de enero de 2014

Hemingway y Welles: pasos convergentes en la Piel de Toro

PABLO JOSÉ MARTÍNEZ
 
 
 

«Hemingway pensaba que había inventado los toros.
Probablemente lo hizo»

 
 
El propio Orson Welles explicaba que su “extraña relación” con el escritor Ernest Hemingway comenzó en un hotel de Madrid, una tarde del 37, en plena defensa de la capital. “Habíamos quedado en la proyección de una película que él [Hemingway] había hecho, y que quería que yo narrase”. Esa película, Tierra de España, de la Sociedad Contemporary Historians, resultó ser uno de los retratos más duros y representativos del de la Guerra Civil; tanto, que fue un documental prohibido en nuestro país durante más de 40 años.
 
Cuando Welles llegó a su cita, el escritor, que bebía de una botella de whisky en la penumbra, le entregó el texto al que debía poner voz; un guión que Welles encontró lleno de solemnidad y expresiones pomposas. Tras leerlo, el joven cineasta cometió la osadía de preguntar a Hemingway si en lugar de narrar la frase “estos son los rostros de los hombres que se acercan a la muerte”, no sería mejor mostrar los rostros, sin rodeos. Por supuesto, no fue necesario nada más para exasperar el orgullo y el agrio carácter del escritor, que sarcásticamente se burló de Welles y su teatro de vanguardia, el Mercury. “Vosotros, los jóvenes afeminados del teatro, ¿qué sabéis de la guerra?”. La broma continuó cuando el legendario cineasta contraatacó “cogiendo el toro por los cuernos”, y exclamó con gestos afeminados: “Señor Hemingway, ¡qué fuerte y grande es usted!”. Aquel encuentro concluyó con una grotesca batalla de sillas entre dos de los mayores genios del siglo XX, bajo proyecciones de escenas de la Guerra Civil Española.
Esta cita sólo fue el epílogo ilustrativo de una misma querencia vital. De hecho, Ernest Hemingway y Orson Welles tenían mucho más en común de lo que imaginaban por aquel entonces. Y algo que les unía (y separaba) más que cualquier otra cosa era el amor incondicional que procesaban por España y sus exóticas tradiciones, en especial la Tauromaquia. Ambos encontrarían a su llegada la Península un país en el que el toro hacía las veces de alimento en los años del hambre; un país, en definitiva, bien diferente a los cafés parisinos de Hemingway o la frenética vida hollywoodiense de Welles. Ambos se unirían a la causa republicana en la Guerra, y ambos se resignarían durante décadas a ver las corridas desde barreras plagadas de autoridades y personajes del franquismo. Ambos, desde entonces hasta el fin de sus días, disfrutarían de la edad de oro de la Tauromaquia, y ambos, más que meros observadores, terminarían siendo historia de ella.


 
La influencia del toro en sus respectivos trabajos, sin embargo, comienza a fraguarse tiempo atrás, algunos años antes de este encuentro anecdótico. Más desconocida es, por ejemplo, la estancia de cuatro meses en el barrio de Triana de un joven Orson Welles que, a sus 17 años, aún era un inocente fan de Hemingway. Corría el año 1932, y Welles se había instalado en un humilde alquiler encima de un burdel. Desde allí quedó prendado de lo más profundo del universo trianero; tanto, que se decide a torear cuatro corridas desastrosas que él mismo costea. Su nombre artístico como fugaz torero: el Americano. Pocos años después, este torero imposible de frustrada historia romántica revolucionaría Nueva Yersey con su versión de La Guerra de los mundos, convirtiéndose en hito de la historia de la radio e impartiendo a la massmedia su primera gran lección. Sería también el Americano quien firmase, mucho después, la que se considera la primera joya del celuloide: Ciudadano Kane (1941). Otro de sus hitos vitales fue perder la cabeza y contraer matrimonio con la mujer más deseada del mundo: una belleza de ascendencia sevillana llamada Margarita Carmen Casino, más conocida en la gran pantalla como Rita Hayworth.
Pero para cuando Welles hubo impreso su nombre en un cartel taurino, hacía años que Ernest Hemingway le llevaba ventaja en el camino al descubrimiento de España. De hecho, ya había escrito una de sus muchas obras maestras: Fiesta (The sun also rises, 1926), en la que sus protagonistas, americanos como él, viven un delirio de sanfermines, vino y emociones florecientes. Tal y como ocurre en infinidad de novelas de Hemingway, la precisión en las descripciones y detalles taurinos son impecables, delatando un conocimiento casi profesional, de manual. No en vano, el escritor se había mimetizado con aquella España desde el primer momento. Su debut en los sanfermines le pareció “el jodido cachondeo más loco y divertido que puedas ver jamás”. Había venido a la Piel de toro con la intención de conocer otras realidades, nuevas fuentes de inspiración, absolutamente convencido de que repudiaría las corridas. Aquí encontró, sin embargo, lo que siempre había perseguido en su búsqueda vital y creativa: riesgo de verdad, estética, el constante precipicio hacia la muerte con el que tanto jugaba dentro y fuera de sus novelas...
 
Para el comienzo de la Guerra Civil, don Ernesto Hemingway, corresponsal de American Newspaper Alliance, ya se había instaurado como una auténtica institución en la Literatura y en el toro, a pesar de lo cual, no duda en jurar que no volverá a España mientras hubiese un solo republicano encarcelado por motivos políticos. Fue en 1953, en el Festival de Cannes, cuando, tras un exilio que se antoja interminable, las vidas de las dos leyendas norteamericanas vuelven a converger. Welles vive allí un encuentro con un amigo al que pregunta sobre la posibilidad de regresar a España. Para su sorpresa, es informado de que Hemingway ha roto su juramento y, no sólo ha regresado, sino que el Régimen, que ensaya una apertura y necesita de Norteamérica para acabar con su aislamiento diplomático, le deja campar a sus anchas. Paradójicamente, España se convertiría entonces en un refugio frecuente para el director de cine, que se encontraba en su particular exilio europeo tras varios fracasos comerciales en Hollywood.
Durante esta reconciliación, o más bien resignación, con nuestro país, Hemingway recorría cada rincón de Madrid de taberna en taberna y de discusión en discusión como el whisky recorría sus venas, y, por supuesto, rara vez faltaría en los años posteriores a sus amados sanfermines de Pamplona. El zénit de la prolífica relación entre España y Papá (como era conocido) culminaría en mayo del 59, en uno de sus últimos viajes, cuando comienza a escribir una serie de artículos para la revista Life. El capítulo más emblemático, el mano a mano del momento: Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, cuyo éxito celebra esa noche Hemingway casi como propio. Durante aquellos días felices y frenéticos que auguraban un final peligroso, se celebró el 60 cumpleaños del ya premio Nobel de Literatura en La Cónsula, la finca de un matrimonio norteamericano instalado en Málaga. A la fiesta acudieron los más extravagantes invitados, venidos de todo el mundo para vivir unos días de leyenda entre tertulias, baños de piscina, alcohol y todos los excesos imaginables. Los artículos de aquel estío del 59 llevarían por nombre un título casi premonitorio: El verano peligroso. Y es que, a pesar de su esplendor literario, estos escritos se convertirían en detonante e icono de la espiral destructiva de Papá, que, durante su elaboración, había consumido aún más su prestigio, su mente y su hígado. Dos años más tarde, sin haber digerido el escaso éxito comercial de El verano peligroso, don Ernesto se quitaría la vida con un tiro en la sien, como había hecho su padre.
 
 

Es precisamente el diestro Antonio Ordóñez otro de los nexos -y a buen seguro otro motivo de reticencias- entre escritor y cineasta. “Nunca discutimos sobre los toros porque, excepto en el tema de Ordóñez, estábamos en desacuerdo en muchísimos puntos. “Hemingway pensaba que había inventado los toros, probablemente lo hizo”. Sin embargo, ambos llegaron a encontrar en él la representación mundana de la unión de los instintos básicos: erótica y muerte. El perfecto matrimonio entre Eros y Thanatos. Su padre Cayetano, el Niño de la Palma, ya había protagonizado dos décadas atrás las páginas de Muerte en la tarde (1932), y él haría lo propio en Fiesta (en forma del personaje Pedro Romero).
Una de esas frases de dudoso origen que terminan por convertirse en cita épica cuenta que los ojos de Welles se hundían un buen día en el pozo de la finca del torero, suspirando por que sus cenizas, al llegar la hora, reposasen allí. “Un hombre no pertenece al lugar en el que nace, sino a dónde elige morir”. Pero antes de morir, el Americano aún tenía que ver cómo España estrenaba al fin Democracia, aún tenía que obsequiar al fino jerezano con la mejor de sus promociones, y aún tenía muchos trabajos pendientes sobre las tradiciones patrias. El más conocido fuera de nuestras fronteras cañís es Don Quijote, un filme en el que caballero y escudero viajan por la geografía española de sarao en sarao, bajo la particular visión del director; una empresa quijotesca que terminó por consumir el tiempo y el dinero de Welles, y que jamás podremos ver conclusa.



 



La muerte sorprendió a Orson Welles en Los Ángeles en 1985 ante una máquina de escribir, truncando su vida a los 70 años y dejando inconcluso aquello que estuviese escribiendo. Quién sabe si otra obra maestra. Un infarto le arrebataría el derecho natural a elegir el lugar de su muerte, aunque, viajando en una urna de madera en el equipaje de mano de su hija, cruzaría el Atlántico por última vez para descansar donde él había pedido: el pozo de la finca Recreo de San Cayetano, bajo una capa de albero de la plaza de toros de Ronda. Entre los asistentes a su funeral español, una joven Carmina Ordóñez ya acaparaba los focos de la prensa nacional, mezclada entre el corrillo abigarrado de la comitiva de taurinos, periodistas y personajes de la época que allí escenificaban el segundo último adiós de Welles.
“Nos convertimos en grandes amigos; no de la clase de amistad que se renueva cada año, pero sí durante muchos años en diferentes ocasiones”. Cada uno a su manera, cineasta y escritor habían elegido la muerte desde dos concepciones dispares. El Americano en una finca del sur, y Papá en las paredes de tabernas, hoy reconvertidas en gastrobares que repudiaría; ambos, eligieron España como un lugar para eternizarse.



Nota: la narración de Orson Welles para la película documental Tierra de España fue finalmente descartada. La versión que se conserva hoy tiene la voz del propio Hemingway.




 

 
 

1 comentario:

  1. Me ha encantado el artículo. Espero que este blog llegue a todo el mundo. Grandes verdades de personas con mucho carácter. A seguir así.

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