viernes, 24 de enero de 2014

EL ESPÍRITU DE CÁDIZ

ÁLVARO GUIJO 


Cádiz, 1812. Inmersa en el fragor del asedio napoleónico, la trimilenaria ciudad respiraba un ambiente contradictorio, propio del trágico momento histórico que atravesaba España. Los diputados reunidos en las Cortes –españoles de ambos Hemisferios- se dividían entre los defensores del Antiguo Régimen (serviles) y aquellos que propugnaban la limitación del poder regio y el establecimiento de un sistema representativo que consagrara la libertad individual y los derechos del ciudadano como principios irrenunciables sobre los que refundar, desde los cimientos, la nación que habría de resurgir tras la invasión francesa. Precisamente, fue en estas penosas circunstancias cuando el concepto liberal se utilizó por vez primera en contraposición a los serviles. En este sentido se pronunció F.A. Hayek: “Como denominador de un movimiento político, el liberalismo, sin embargo, sólo aparece a comienzos del siglo siguiente. La primera ocasión fue en 1812 para designar al partido español de los Liberales, y poco después fue adoptado como nombre de partido en Francia” (New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas, 1978). Desgraciadamente, el liberalismo habría de fracasar a manos del otrora deseado Fernando VII, que aplastó despóticamente las sucesivas intentonas que aspiraban a recuperar el espíritu de Cádiz y reconquistar, con él, la ansiada libertad.

Cortes de Cádiz, 1812

            Salvando las evidentes distancias históricas, las ideas liberales sufren hoy la misma derrota que la infligida dos centurias atrás por el rey felón. Resulta cuanto menos desolador que Andalucía –cuna del término liberal- sufra hoy las tasas de desempleo más elevadas de la OCDE (36,4%, EPA 3T 2013), lacerante producto de tres décadas de gobierno socialista y, a pesar de ello, no exista en nuestra tierra un Partido Liberal que plantee una alternativa seria al dominio monolítico de las ideas colectivistas. ¿El Partido Popular? Ni está ni se le espera.  

            Si algo ha demostrado el gobierno de Rajoy es que su formación política responde a cualquier calificativo menos al de liberal. Basta analizar de una forma mínimamente objetiva la hoja de servicios del Ministro de Hacienda y AAPP. El señor Montoro (jienense y diputado por Sevilla para más señas) tiene en su haber la palmaria traición al programa electoral con el que su partido concurrió a los comicios de noviembre de 2011. Así, el citado documento afirmaba que abordarían “una revisión del sistema fiscal con el objetivo de colaborar al crecimiento potencial de la economía mediante el estímulo al trabajo, la asunción de riesgos, el emprendimiento y el ahorro” (p.42). ¿Piensa acaso el señor Montoro que el mantenimiento del Impuesto sobre el Patrimonio y la subida de las cotizaciones sociales (verdadero impuesto sobre el trabajo), el IRPF, el IVA, el Impuesto de Sociedades, los Impuestos Especiales (entre otros, tabaco, alcohol y gasóleo), los Impuestos Ecológicos, el IBI y un largo etcétera de tributos y regulaciones estimulan el trabajo, la asunción de riesgos, el emprendimiento y el ahorro? ¿Considera el diputado por Sevilla que ésta es la revisión fiscal que perseguían sus electores? Ante la evidencia, el Gobierno sostuvo que no les quedaba más remedio, que subir impuestos era la única alternativa posible para lidiar con el morlaco de la recesión. ¿Verdaderamente cree el actual Gobierno que los diputados reunidos en Cádiz se encontraban en una situación plácida cuando redactaron el primer texto constitucional de nuestra Historia? ¿Acaso consideran que la prima de riesgo es más temible que la artillería francesa? Pues bien, incluso en ese momento desesperado, los depositarios de la soberanía nacional tuvieron la posibilidad de optar, y optaron por la libertad.

Cristóbal Montoro, Ministro de Hacienda


Es más, independientemente de sus profundas incoherencias, la actitud matonesca del titular de Hacienda –entre cuyos dudosos méritos está utilizar a la Agencia Tributaria como arma arrojadiza para amenazar a periodistas, tertulianos, políticos, futbolistas o actores- haría sentirse orgulloso al mismísimo Fernando VII que, salvando las distancias, traicionó el juramento por el que se convirtió en rey, dio la espalda al pueblo soberano y se sirvió del poder para ahogar el legítimo disenso de los ciudadanos. El furibundo desprecio de Montoro hacia la libertad de expresión y su despótica concepción del poder político evocan posiciones más cercanas a los serviles decimonónicos que a los amantes de la libertad.

En estas circunstancias, es recomendable plantearse la siguiente cuestión: ¿Qué alternativa política real tenemos los liberales en España? ¿Existe algún partido capaz de recoger el testigo de aquellos diputados que, en 1812, devolvieron al pueblo lo que al pueblo pertenecía, consagrando la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos (art. 4 CE 1812)? Me temo que no. O, al menos, no por el momento.

Todo ello nos conduce a la imperiosa necesidad de construir un proyecto político que plantee una alternativa liberal en España. Al contrario de lo que muchos creen, el liberalismo no consiste (al menos no en su corriente mayoritaria) en la eliminación del Estado y el laissez faire absoluto; en la ley de la selva o el capitalismo depredador. La doctrina que defendieron en Cádiz ilustres prohombres como Agustín de Argüelles o Diego Muñoz Torrero propugnó los valores de la libertad y la igualdad por encima de los estamentos sociales preestablecidos, garantizando el respeto a los derechos individuales y la propiedad privada. Limitó el poder omnímodo del monarca, estableciendo la separación de poderes; incorporó la ciudadanía española para los nacidos en ambos Hemisferios; abolió la Inquisición, los señoríos feudales, la tortura y la esclavitud; consagró la libertad de industria, la libertad de prensa y el libre mercado. De este modo, el hombre dejaba de ser un mero siervo del Estado para convertirse en ciudadano, en único dueño de su destino; conquistando la libertad, imprescindible para realizarse como persona, individual y socialmente.

Tumba de Argüelles


El concepto fundamental del liberalismo se centra, por tanto, en la limitación del poder, sea éste público (Estado) o privado (empresarios monopolistas). Siguiendo a Adam Smith, el Estado tiene como funciones principales las siguientes: “Primero, el deber de proteger, en cuanto sea posible, a cada miembro de la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedades independientes. Segundo, el deber de proteger, en cuanto sea posible, a cada miembro de la sociedad frente a la injusticia y opresión de cualquier otro miembro de la misma, o el deber de establecer una exacta administración de la justicia. Y tercero, el deber de edificar y mantener ciertas obras públicas y ciertas instituciones públicas que jamás será del interés de ningún individuo o pequeño número de individuos el edificar y mantener, puesto que el beneficio nunca podría reponer el coste que representarían para una persona o reducido número de personas, aunque frecuentemente lo reponen con creces para una gran sociedad” (La Riqueza de las Naciones, 1776). Parafraseando a Milton Friedman, el Gobierno debería ser el árbitro, no un jugador activo. Laissez-faire sí, pero dentro del ordenamiento jurídico establecido por los legítimos representantes de la soberanía popular. Estado sí, pero sujeto a los límites propios de su estructura (imperio de la ley, separación de poderes, organismos independientes de supervisión y control, modelo territorial descentralizado…); sometida su prodigalidad en el gasto a la cláusula constitucional de estabilidad presupuestaria y su voracidad recaudatoria a la competencia fiscal entre administraciones nacionales e internacionales; controlado por el pueblo, a través de un sistema electoral que establezca listas abiertas e incentive la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, y vigilado de cerca por medios de comunicación libres e independientes de subvenciones, concesiones públicas u otras prebendas. Controlado, en suma, por la sociedad de la que el Estado no es dominus sino mero siervo.
Argüelles



Argüelles murió, y con él una generación de grandes hombres que arriesgaron sus vidas por defender la libertad. Como reza su epitafio, “Aunque tu aliento a su rigor sucumba, / te hicieron inmortal gloriosos hechos: / flores han de sobrar sobre tu tumba, / mientras respiren liberales pechos”. Hoy somos depositarios de su memoria. El espíritu de Cádiz está en nuestras manos.

4 comentarios:

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  2. Siguiendo la lógica expuesta, puestos a hablar de la teoría del esfuerzo y el trabajo habría de plantearse eliminar la institución de la herencia, pues de difícil es hablar de justicia si uno corre a lomos de un Ferrari y el otro a pies descalzos.

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  3. Querido Pedro:
    En primer lugar, gracias por el comentario, el debate siempre es bienvenido. Desde mi punto de vista, la propiedad y la herencia son instituciones intrínsecamente indisociables, y reconocer una sin la otra carece de sentido. De hecho, en un ejercicio de coherencia legislativa, los comunistas soviéticos abolieron ambas. Si alguien puede vender sus bienes o donarlos, ¿por qué no transmitirlos "mortis causa"? Es más, ¿sería factible que un mismo ordenamiento prohibiera la herencia y siguiera reconociendo el resto de facultades características de la propiedad? ¿Cómo podría evitar el legislador que donara a mi hijo ("inter vivos") todos mis bienes justo antes de morir? Sería inviable. Por tanto, si planteas la "ilegitimidad" de la herencia has de tener en cuenta que estás poniendo en duda la existencia misma del derecho de propiedad.
    En cuanto al argumento del “Ferrari y los pies descalzos”, estoy de acuerdo contigo. El binomio libertad-responsabilidad implica que todos hemos de responder de nuestros actos, pero no de los que realicen otros. Por tanto, los hijos de “personas pobres” no tienen por qué sufrir las consecuencias perniciosas de las decisiones erróneas que tomaran sus antepasados (argumento axiológico). Además, la experiencia nos dice que la mera solidaridad privada no resuelve el problema (argumento económico-utilitarista): la caridad es un “bien público” que el mercado provee insuficientemente. Personalmente, defiendo un modelo en el que el Estado garantice sanidad y educación universal (igualdad de oportunidades, independientemente de la familia en la que nazcas), si bien considero que la propiedad de los medios de producción y la contratación del personal no tiene por qué ser pública. Por tanto, preferiría que existiera un mercado realmente competitivo en el que las empresas ofrecieran sus servicios y los ciudadanos eligieran libremente (sistema de "vouchers" defendido, entre otros, por Milton Friedman). En sanidad sería un modelo similar al francés ("single payer") o al holandés (mercado de seguros regulado). En definitiva, apuesto por un modelo de Estado liberal en la línea del ordoliberalismo alemán defendido por la Escuela de Freiburg (aplicado en Alemania tras la IIGM) o el "liberalismo social" propuesto por Ralf Dahrendorf en Inglaterra.
    Un saludo.

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  4. Querido Pedro, en Andalucía no hace falta eliminar la herencia, aquí se paga el Sucesiones y Donaciones más alto de España. El vicepresidente para todo y Romanones de Bollullos lo llama función social de la propiedad privada, si bien, con su función social no hace más que desamparar, aún más, a quienes pretende amparar.

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