PABLO JOSÉ MARTÍNEZ
«Hemingway pensaba que había inventado los toros.
Probablemente lo hizo»
El propio Orson Welles explicaba que su “extraña relación” con el escritor Ernest
Hemingway comenzó en un hotel de Madrid, una tarde del 37, en plena
defensa de la capital. “Habíamos quedado en la proyección de una
película que él [Hemingway] había hecho, y que quería que yo
narrase”. Esa película, Tierra de España, de la Sociedad
Contemporary Historians, resultó ser uno de los retratos más duros
y representativos del de la Guerra Civil; tanto, que fue un
documental prohibido en nuestro país durante más de 40 años.
Cuando Welles llegó a su
cita, el escritor, que bebía de una botella de whisky en la
penumbra, le entregó el texto al que debía poner voz; un guión que
Welles encontró lleno de solemnidad y expresiones pomposas. Tras
leerlo, el joven cineasta cometió la osadía de preguntar a
Hemingway si en lugar de narrar la frase “estos son los rostros de
los hombres que se acercan a la muerte”, no sería mejor mostrar
los rostros, sin rodeos. Por supuesto, no fue necesario nada más para
exasperar el orgullo y el agrio carácter del escritor, que
sarcásticamente se burló de Welles y su teatro de vanguardia, el
Mercury. “Vosotros, los jóvenes afeminados
del teatro, ¿qué sabéis de la guerra?”. La broma continuó
cuando el legendario cineasta contraatacó “cogiendo
el toro por los cuernos”,
y exclamó con gestos afeminados: “Señor Hemingway, ¡qué fuerte
y grande es usted!”. Aquel encuentro concluyó con una
grotesca batalla de sillas entre dos de los mayores genios del siglo
XX, bajo proyecciones de escenas de la Guerra Civil Española.
Esta cita sólo fue el epílogo ilustrativo de una misma querencia
vital. De hecho, Ernest Hemingway y Orson
Welles tenían mucho más en común de lo que imaginaban por aquel
entonces. Y algo que les unía (y separaba) más que cualquier otra
cosa era el amor incondicional que procesaban por España y sus
exóticas tradiciones, en especial la Tauromaquia. Ambos encontrarían
a su llegada la Península un país en el que el toro hacía las
veces de alimento en los años del hambre; un país, en definitiva,
bien diferente a los cafés parisinos de Hemingway o la frenética
vida hollywoodiense de Welles. Ambos se unirían a la causa
republicana en la Guerra, y ambos se resignarían durante décadas a
ver las corridas desde barreras plagadas de autoridades y personajes
del franquismo. Ambos, desde entonces hasta el fin de sus días,
disfrutarían de la edad de oro de la Tauromaquia, y ambos, más que
meros observadores, terminarían siendo historia de ella.
La influencia del toro en
sus respectivos trabajos, sin embargo, comienza a fraguarse tiempo
atrás, algunos años antes de este encuentro anecdótico. Más
desconocida es, por ejemplo, la estancia de cuatro meses en el barrio
de Triana de un joven Orson Welles que, a sus 17 años, aún era un
inocente fan de Hemingway. Corría el año 1932, y
Welles se había instalado en un humilde alquiler encima de un
burdel. Desde allí
quedó prendado de lo más profundo del universo
trianero; tanto, que se decide a torear cuatro corridas desastrosas
que él mismo costea. Su nombre artístico como fugaz torero: el
Americano. Pocos años después, este torero imposible de frustrada
historia romántica revolucionaría Nueva Yersey con su versión de
La Guerra de los mundos, convirtiéndose en hito de la
historia de la radio e impartiendo a la massmedia su primera gran
lección. Sería también el Americano quien firmase, mucho después,
la que se considera la primera joya del celuloide: Ciudadano Kane
(1941). Otro de sus hitos vitales fue perder la cabeza y contraer
matrimonio con la mujer más deseada del mundo: una belleza de
ascendencia sevillana llamada Margarita Carmen Casino, más conocida
en la gran pantalla como Rita Hayworth.
Pero para cuando Welles
hubo impreso su nombre en un cartel taurino, hacía años que Ernest
Hemingway le llevaba ventaja en el camino al descubrimiento de
España. De hecho, ya había escrito una de sus muchas obras
maestras: Fiesta (The sun also rises, 1926), en la que sus
protagonistas, americanos como él, viven un delirio de sanfermines,
vino y emociones florecientes. Tal y como ocurre en infinidad de
novelas de Hemingway, la precisión en las descripciones y detalles
taurinos son impecables, delatando
un conocimiento casi profesional, de manual. No en vano, el
escritor se había mimetizado con aquella España desde el primer
momento. Su debut en los sanfermines le pareció “el jodido
cachondeo más loco y divertido que puedas ver jamás”.
Había venido a la Piel de toro con la intención de conocer otras
realidades, nuevas fuentes de inspiración, absolutamente
convencido de que repudiaría las corridas.
Aquí encontró, sin embargo, lo que siempre había perseguido en su
búsqueda vital y creativa: riesgo de verdad, estética, el constante
precipicio hacia la muerte con el que tanto jugaba dentro y fuera de
sus novelas...
Para el comienzo de la
Guerra Civil, don Ernesto Hemingway, corresponsal de American
Newspaper Alliance, ya se había instaurado como una auténtica
institución en la Literatura y en el toro, a pesar de lo cual, no
duda en jurar que no volverá a España mientras hubiese un solo
republicano encarcelado por motivos políticos. Fue en 1953, en el
Festival de Cannes, cuando, tras un exilio que se antoja
interminable, las vidas de las dos leyendas norteamericanas
vuelven a converger. Welles vive allí un encuentro con un amigo
al que pregunta sobre la posibilidad de regresar a España. Para su
sorpresa, es informado de que Hemingway ha roto su juramento y, no
sólo ha regresado, sino que el Régimen, que ensaya una apertura
y necesita de Norteamérica para acabar con su aislamiento
diplomático, le deja campar a sus anchas. Paradójicamente,
España se convertiría entonces en un refugio frecuente para el
director de cine, que se encontraba en su particular exilio europeo
tras varios fracasos comerciales en Hollywood.
Durante esta
reconciliación, o más bien resignación, con nuestro país,
Hemingway recorría cada rincón de Madrid de taberna en taberna y de
discusión en discusión como el whisky recorría sus venas, y, por
supuesto, rara vez faltaría en los años posteriores a sus amados
sanfermines de Pamplona. El zénit de la prolífica relación entre
España y Papá (como era conocido) culminaría en mayo del 59, en
uno de sus últimos viajes, cuando comienza a escribir una serie
de artículos para la revista Life. El capítulo más emblemático,
el mano a mano del momento: Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez,
cuyo éxito celebra esa noche Hemingway casi como propio. Durante
aquellos días felices y frenéticos que auguraban un final
peligroso, se celebró el 60 cumpleaños del ya premio Nobel
de Literatura en La Cónsula, la finca de un matrimonio
norteamericano instalado en Málaga. A la fiesta acudieron los más
extravagantes invitados, venidos de todo el mundo para vivir unos
días de leyenda entre tertulias, baños de piscina, alcohol y todos
los excesos imaginables. Los artículos de aquel estío del 59
llevarían por nombre un título casi premonitorio: El verano
peligroso. Y es que, a pesar de su esplendor literario, estos
escritos se convertirían en detonante e icono de la espiral
destructiva de Papá, que, durante su elaboración, había
consumido aún más su prestigio, su mente
y su hígado. Dos años más tarde, sin haber digerido el escaso
éxito comercial de El
verano peligroso, don
Ernesto se quitaría la vida con un tiro en la sien, como había
hecho su padre.
Es precisamente el
diestro Antonio Ordóñez otro de los nexos -y a buen seguro otro
motivo de reticencias- entre escritor y cineasta. “Nunca
discutimos sobre los toros porque, excepto en el tema de Ordóñez,
estábamos en desacuerdo en muchísimos puntos. “Hemingway
pensaba que había inventado los toros, probablemente lo hizo”.
Sin embargo, ambos llegaron a encontrar en él la representación
mundana de la unión de los instintos básicos: erótica y muerte. El
perfecto matrimonio entre Eros y Thanatos. Su padre Cayetano, el Niño
de la Palma, ya había protagonizado dos décadas atrás las páginas
de Muerte en la tarde (1932), y él haría lo propio en Fiesta
(en forma del personaje Pedro Romero).
Una
de esas frases de dudoso origen que terminan por convertirse en cita
épica cuenta que los ojos de Welles se hundían un buen día
en el pozo de la finca del torero, suspirando por que sus cenizas, al
llegar la hora, reposasen allí. “Un hombre no pertenece al
lugar en el que nace, sino a dónde elige morir”.
Pero antes de morir, el Americano aún tenía que ver cómo España
estrenaba al fin Democracia, aún tenía que obsequiar al fino
jerezano con la mejor de sus promociones, y aún tenía muchos
trabajos pendientes sobre las tradiciones patrias. El más conocido
fuera de nuestras fronteras cañís es Don
Quijote, un filme en
el que caballero y escudero viajan por la geografía española de
sarao en sarao, bajo la particular visión del director; una empresa
quijotesca
que terminó por consumir el tiempo y el dinero de Welles, y que
jamás podremos ver conclusa.
La
muerte sorprendió a Orson Welles en Los Ángeles en 1985 ante una
máquina de escribir, truncando su vida a los 70 años y dejando
inconcluso aquello que estuviese escribiendo. Quién sabe si otra obra
maestra. Un infarto le arrebataría el derecho natural a elegir el
lugar de su muerte, aunque, viajando en
una urna de madera en el equipaje de mano de su hija,
cruzaría el Atlántico por última vez para descansar donde él había
pedido: el pozo de la finca Recreo de San Cayetano, bajo una capa de
albero de la plaza de toros de Ronda. Entre los asistentes a su
funeral español,
una joven Carmina Ordóñez ya acaparaba los focos de la prensa
nacional, mezclada entre el corrillo abigarrado de la comitiva de
taurinos, periodistas y personajes de la época que allí
escenificaban el segundo último adiós de Welles.
“Nos
convertimos en grandes amigos; no de la clase de amistad que se
renueva cada año, pero sí durante muchos años en diferentes
ocasiones”. Cada uno a su manera, cineasta y
escritor habían
elegido la muerte
desde dos concepciones dispares. El Americano en una finca del sur, y
Papá en las paredes de tabernas, hoy reconvertidas en gastrobares
que repudiaría; ambos, eligieron
España como un lugar para eternizarse.
Nota: la narración de Orson Welles para la película documental Tierra de España fue finalmente descartada. La versión que se conserva hoy tiene la voz del propio Hemingway.
Me ha encantado el artículo. Espero que este blog llegue a todo el mundo. Grandes verdades de personas con mucho carácter. A seguir así.
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